domingo, 10 de junio de 2012

Retrato de Felipe IV

Es el primer retrato del joven monarca. Felipe IV pidió a sus cortesanos traer al mejor pintor de la época para que le retratase. El elegido fue un joven sevillano de incipiente carrera, Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. Los bocetos presentados por Velázquez al rey fueron de su agrado, y más aun de Isabel de Borbón, reina consorte. Ésta, que ejercía poderosa influencia sobre el monarca, contribuyó a que Velázquez fuese nombrado pintor de cámara en los primeros meses de 1623. Por esa fecha debió haberse realizado la obra, y se ha de terminar antes de 1624, pues en ese año Velázquez realiza otro retrato real. Mide 57 x 44 cm, y se conserva en el Museo del Prado, Madrid. Los bocetos culminaron en 1625, dando como resultado un retrato ecuestre ubicado en un convento madrileño y que fue sumamente admirado por el pueblo. La representación del rey con armadura y banda de generalísimo encaja en la idea de que puede ser un trozo de tal retrato, destruido en 1734. Sin embargo, falta el sombrero habitual en los cuadros a caballo. La cabeza tiene las formas bien delineadas, no así la banda y la armadura. Se cree que Rubens pudo haber influido en las primeras obras de Velázquez, al mostrarle las principales obras de maestros italianos del siglo XVI como Tiziano, El Veronés y Tintoretto, que por entonces eran las «joyas» del Palacio de Oriente. Gran parte de ellas fueron destruidas con la llegada borbónica a España, un siglo después. Más Velázquez y sus cuadros reales perduraron, siendo muchas veces influencia para pintores como Louis Michel Van Loo,retratista de Felipe V o Francisco de Goya, pintor oficial de Carlos IV y Fernando VII.

La Venus en el espejo

VelazquezVenues.jpgLa Venus del espejo es un cuadro de Velázquez (1599-1660), el pintor más destacado del Siglo de Oro español. Actualmente se encuentra en la National Gallery de Londres, donde se la exhibe como The Toilet of Venus o The Rokeby Venus. El sobrenombre «Rokeby» proviene de que durante todo el siglo XIX estaba en el Rokeby Hall de Yorkshire. Anteriormente perteneció a la Casa de Alba y a Manuel Godoy, época en la que seguramente se conservaba en el Palacio de Buenavista (Madrid), de donde probablemente fue robada por algún miembro del ejército inglés. La obra representa a la diosa Venus en una pose erótica, tumbada sobre una cama y mirando a un espejo que sostiene el dios del amor sensual, su hijo Cupido. Se trata de un tema mitológico al que Velázquez, como es usual en él, da trato mundano. No trata a la figura como a una diosa sino, simplemente, como a una mujer. Esta vez, sin embargo, prescinde del toque irónico que emplea con Baco, Marte o Vulcano.

Las Meninas

Las Meninas, by Diego Velázquez, from Prado in Google Earth.jpg
Las Meninas, como se conoce el cuadro desde el siglo XIX, o La familia de Felipe IV según se describe en el inventario de 1734, se considera la obra maestra del pintor del siglo de oro español Diego Velázquez. Acabado en 1656 según Antonio Palomino, fecha unánimemente aceptada por la crítica, corresponde al último periodo estilístico del artista, el de plena madurez. Es una pintura realizada al óleo sobre un lienzo de grandes dimensiones formado por tres bandas de tela cosidas verticalmente, donde las figuras situadas en primer plano se representan a tamaño natural. Es una de las obras pictóricas más analizadas y comentadas en el mundo del arte. Aunque fue descrito con cierto detalle por Antonio Palomino y mencionado elogiosamente por algunos artistas y viajeros que tuvieron la oportunidad de verlo en palacio, no alcanzó auténtica reputación internacional hasta 1819, cuando tras la apertura del Museo del Prado pudo ser copiado y contemplado por un público más amplio. Desde entonces se han ofrecido de él diversas interpretaciones, sintetizadas por Jonathan Brown en tres grandes corrientes. La realista, cronológicamente la primera, defendida por Stirling-Maxwell y Carl Justi, ponía el acento en la fidelidad del «momento captado» con la que el pintor se anticipaba al realismo de la fotografía, valorando con Édouard Manet y Aureliano de Beruete los medios técnicos empleados. La publicación en 1925 del artículo dedicado a La librería de Velázquez por Sánchez Cantón, con el inventario de la biblioteca que poseía Velázquez, abrió el camino a nuevas interpretaciones de carácter histórico-empírico basadas en el reconocimiento de los intereses literarios y científicos del pintor. La presencia en la biblioteca del pintor de libros como los Emblemas de Alciato o la Iconología de Cesare Ripa estimuló la búsqueda de variados significados ocultos y contenidos simbólicos en Las Meninas. Con Michel Foucault y el posestructuralismo nace la última corriente interpretativa, de carácter filosófico. Foucault descarta la iconografía y su significación y prescinde de los datos históricos para explicar esta obra como una estructura de conocimiento en la que el espectador se hace partícipe dinámico de su representación. El tema central es el retrato de la infanta Margarita de Austria, colocada en primer plano, rodeada por sus sirvientes, «las meninas», aunque la pintura representa también otros personajes. En el lado izquierdo se observa parte de un gran lienzo, y detrás de éste el propio Velázquez se autorretrata trabajando en él. El artista resolvió con gran habilidad todos los problemas de composición del espacio, gracias al dominio que tenía del color y a la gran facilidad para caracterizar a los personajes. El punto de fuga de la composición se encuentra cerca del personaje que aparece al fondo abriendo una puerta, donde la colocación de un foco de luz demuestra, de nuevo, la maestría del pintor, que consigue hacer recorrer la vista de los espectadores por toda su representación. Un espejo colocado al fondo refleja las imágenes del rey Felipe IV y su esposa Mariana de Austria, medio del que se valió el pintor para dar a conocer ingeniosamente lo que estaba pintando, según Palomino, aunque algunos historiadores han interpretado que se trataría del reflejo de los propios reyes entrando a la sesión de pintura o, según otros, posando para ser retratados por Velázquez, siendo en este caso la infanta Margarita y sus acompañantes quienes visitan al pintor en su taller. Las figuras de primer término están resueltas mediante pinceladas sueltas y largas con pequeños toques de luz. La falta de definición aumenta hacia el fondo, siendo la ejecución más somera hasta dejar las figuras en penumbra. Esta misma técnica se emplea para crear la atmósfera nebulosa de la parte alta del cuadro, que habitualmente ha sido destacada como la parte más lograda de la composición. El espacio arquitectónico es más complejo que en otros cuadros del pintor, siendo el único donde aparece el techo de la habitación. La profundidad del ambiente está acentuada por la alternancia de las jambas de las ventanas y los marcos de los cuadros colgados en la pared derecha, así como la secuencia en perspectiva de los ganchos de araña del techo. Este escenario en penumbra resalta el grupo fuertemente iluminado de la infanta. Como sucede con la mayoría de las pinturas de Velázquez la obra no está fechada ni firmada y su datación se apoya en la información de Palomino y la edad aparente de la infanta, nacida en 1651. Se halla expuesta en el Museo del Prado de Madrid, donde ingresó en 1819 procedente de la colección real.

La fragua de Vulcano

Velázquez - La Fragua de Vulcano (Museo del Prado, 1630).jpgLa fragua de Vulcano es una obra de Diego Velázquez pintada en Roma en 1630, según informa Antonio Palomino, durante su primer viaje a Italia y junto a La túnica de José, opinión compartida por la crítica. Ambos cuadros fueron pintados sin mediación de encargo, por iniciativa del propio pintor quien los conservó en su poder hasta 1634, vendiéndolos a la corona en esta fecha, junto con otras obras de mano ajena, para la decoración del nuevo Palacio del Buen Retiro. Actualmente se encuentra en el Museo del Prado donde ingresó el 5 de agosto de 1819. Palomino ofreció una descripción precisa de su asunto: «otro cuadro pintó en este mismo tiempo, de aquella fábula de Vulcano. El motivo está tomado de Las metamorfosis de Ovidio, 4, 171-176, y refleja el momento en que Apolo, «el dios Sol que todo lo ve», revela a Vulcano el adulterio de Venus con Marte, del que él ha sido el primero en tener noticia. El herrero Vulcano, esposo ofendido, al recibir la noticia, perdió a la vez «el dominio de sí y el trabajo que estaba realizando su mano de artífice». El tema tenía poca tradición iconográfica. Algo más corriente era representar el momento inmediatamente posterior, donde Ovidio presenta a Vulcano sorprendiendo a los adúlteros y apresándolos en una red, haciéndolos objeto de la mofa de los dioses. Jonathan Brown propuso como fuente para La fragua un grabado de Antonio Tempesta en viñeta separada para una edición ilustrada de Las Metamorfosis salida de las prensas de Amberes en 1606, que Velázquez habría utilizado introduciendo numerosas modificaciones. De las intenciones de Velázquez con esta pintura se han ofrecido diversas interpretaciones. Para Tolnay el asunto representado no estaría relacionado con el adulterio desvelado, sino con una suerte de «visita» e inspiración de las artes mayores, representadas en Apolo-Helios, a las artes menores, representadas en el herrero, lectura condicionada por su propia forma de interpretar Las hilanderas y Las Meninas como una vindicación del arte frente al oficio mecánico. Para otras interpretaciones iconográficas el asunto debe entenderse en relación con La túnica de José, cuadro con el que La fragua habría formado pareja. En ambas pinturas se relatan historias de traición y engaño, en las que se ejemplificaría la fuerza de la palabra sobre las acciones humanas, según Julián Gállego y, por tanto, de la Idea platónica sobre la acción material, mientras que Diego Angulo recuerda que José es prefigura de Cristo como Apolo-Helios puede ser identificado con Cristo-Sol de justicia. Sin embargo, estas interpretaciones perderían sentido, como ha señalado Jonathan Brown, si las dos pinturas fueran independientes en su ejecución, al constatarse una diferencia en las dimensiones originales de las telas, lo que implicaría que los espectadores debían de verlos como cuadros distintos. La tela de La fragua presenta, en efecto, dos bandas añadidas a los lados, de unos 22 cm. a la izquierda y de 10 cm. a la derecha, que López Rey pensó podrían haberse cosido en el momento de pasar el cuadro del Palacio del Buen Retiro al Palacio Real Nuevo. El estudio técnico realizado en el Museo del Prado indica, sin embargo, que es posible que las dimensiones originales hubiesen sido muy similares a las actuales, por lo que no cabría descartar el emparejamiento temático, aunque su temprana separación, al ser llevada a El Escorial La túnica, y la posible aquiescencia de Velázquez a esta separación, abonan la independencia entre ellas. Según dichos estudios, la identidad de los pigmentos empleados en la tela central y en los añadidos indican que las bandas laterales, aunque en tela de distinto material, se añadieron a la vez que se componía el cuadro, excepto quizá la más delgada de unos 12 o 14 cm. en el lado izquierdo.

Los Borrachos de Velazquez

El cuadro describe una escena donde aparece el dios Baco que corona con hojas de hiedra, a uno de los siete borrachos que lo rodean; podría tratarse de un poeta inspirado por el vino. Otro personaje semimitológico observa la coronación. Algunos de los personajes que acompañan al dios miran al espectador mientras sonríen. En ella se representa a Baco como el dios que premia o regala a los hombres el vino el cual libera de forma temporal a los hombres de sus problemas. En la literatura barroca, Baco era considerado una alegoría de la liberación del hombre frente a su esclavitud de la vida diaria. Puede que Velázquez realice una parodia de dicha alegoría, por considerarla mediocre. El dios esta metido en la obra como una persona más dentro de la pequeña celebración que se representa pero proporcionándole una piel más clara que a los demás para reconocerlo con mayor facilidad. La escena puede dividirse en dos mitades. La de la izquierda, con la figura de Baco muy iluminada está cercana al estilo italiano inspirado en Caravaggio. Baco y el personaje que queda detrás aluden al mito clásico y están representados de la manera tradicional. Destaca la idealización en el rostro del dios, la luz clara que lo ilumina y el estilo más bien clasicista. La parte de la derecha, en cambio, presenta a unos borrachines, hombres de la calle que nos invitan a participar en su fiesta, con un aire muy español similar a Ribera. No hay en ellos ninguna idealización, sino que presentan rostros avejentados y desgastados. Tampoco se mantiene en este lado la clara luz que ilumina a Baco, sino que estas figuras están sumidas en un claroscuro evidente. Además, lo trata con una pincelada más impresionista. En esta obra, Velázquez introduce un aspecto profano en un asunto mitológico, en una tendencia que cultivará aún más en los siguientes años. Hay varios elementos que dan naturalismo a la obra como son la botella y el jarro que aparecen en el suelo junto a los pies del dios, o el realismo que presenta el cuerpo de este. Jugando con los brillos consigue dar relieve y texturas a la botella y al jarro creando un parecido con el bodegón. Estas jarras son muy similares a las que aparecen en cuadros pintados por Velázquez durante su etapa sevillana.
Velázquez - El Triunfo de Baco o Los Borrachos (Museo del Prado, 1628-29).jpg

Vieja friendo huevos

Vieja friendo huevos, by Diego Velázquez.jpgLa Vieja friendo huevos es un cuadro de juventud de Velázquez, pintado en Sevilla en 1618, sólo un año después de su examen como pintor. Se encuentra en la National Gallery of Scotland en Edimburgo desde 1955, adquirido a los herederos de sir Francis Cook por 57.000 libras. El cuadro pertenece al género del bodegón, según lo entendía Francisco Pacheco, como escena de cocina o de mesón con figuras a veces ridículas o, cuando menos, vulgares, pero estimables «sí son pintados como mi yerno los pinta alzándose con esta parte sin dexar lugar a otros», pues por esta vía «halló la verdadera imitación del natural». La escena se desarrolla en el interior de una cocina poco profunda, iluminada con fuertes contrastes de luz y sombra. La luz, dirigida desde la izquierda, ilumina por igual todo el primer plano, destacando con la misma fuerza figuras y objetos sobre el fondo oscuro de la pared, de la que cuelgan un cestillo de mimbre y unas alcuzas o lámparas de aceite. Una anciana con toca blanca cocina en un anafe u hornillo un par de huevos, que pueden verse en mitad del proceso de cocción flotando en líquido dentro de una cazuela de barro gracias al punto de vista elevado de la composición. Con una cuchara de madera en la mano derecha y un huevo que se dispone a cascar contra el borde de la cazuela en la mano izquierda, la anciana suspende la acción y alza la cabeza ante la llegada de un muchacho que avanza con un melón de invierno bajo el brazo y un frasco de cristal. Delante de la mujer y en primer término se diponen una serie de objetos vistos con el mismo punto de vista elevado: una jarra de loza vidriada blanca junto a otra vidriada de verde, un almirez con su mano, un plato de loza hondo con un cuchillo, cebollas y guindillas. Apoyado en el anafe brilla un caldero de bronce. Los objetos han sido estudiados de forma individual, maravillosos en su singularidad pero mal integrados en el conjunto. Ciertos problemas de perspectiva y alguna incongruencia en las sombras que proyectan no impiden, sin embargo, apreciar la sutileza en el tratamiento de sus texturas por el sabio manejo de la luz, que es parcialmente absorbida por los cacharros cerámicos y se refleja en los metálicos, casi alternamente dispuestos. El interés de Velázquez por los efectos ópticos y su tratamiento pictórico se pone de manifiesto en los huevos flotando en el líquido aceite o agua en los que «logra mostrar el proceso de cambio por el cual la transparente clara del huevo crudo se va tornando opaca al cuajarse», detalle que indica el interés del pintor en captar lo fugaz y efímero, deteniendo el proceso en un momento concreto. Pero más allá de la atención prestada a estos objetos y a su percepción visual, Velázquez ha ensayado una composición de cierta complejidad, en la que la luz juega un papel determinante, conectando figuras y objetos en planos entrecruzados. La relación entre los dos protoganistas del lienzo resulta, sin embargo, ambigua. Sus miradas no se cruzan: el muchacho dirige la suya hacia el espectador mientras la mirada de la anciana parece perderse en el infinito, creando con ello cierto aire de misterio que ha hecho pensar que lo representado en el lienzo no sea una simple escena de género. Lejos de ser «figuras ridículas» para provocar risa, como decía Pacheco a propósito de los protagonistas de los bodegones más convencionales, anciana y joven están tratados con severa dignidad. El escorzo de la cabeza del muchacho coincide con el del adolescente que recibe la copa en El aguador de Sevilla, adoptando un gesto reconcentrado, como transido por la importante responsabilidad que desempeña en la cocina. El mismo muchacho no deja de recordar al más joven de los Tres músicos, pero la incidencia de la luz, más matizada, y la expresión seria le dotan de una dignidad y atractivo que no tenía aquel. La repetición del modelo hace creible, aunque no haya forma de comprobarlo, que se trate del «aldeanillo aprendiz» que, según Pacheco, Velázquez tenía cohechado para que le sirviese de modelo. El tipo humano de la vieja, con su mirada perdida, es probablemente el mismo de la anciana que aparece en Cristo en casa de Marta y María, en el que algunos críticos han querido ver un retrato de la suegra del pintor. Julián Gállego llamó la atención sobre la quietud que el cuadro desprende, alejada del dinamismo de las obras de Caravaggio, con el que algunos críticos lo han relacionado por el tratamiento del claroscuro, «quietud desconcertante» que sólo encontraría paralelo en algunos pintores nórdicos, como Louis Le Nain o Georges de La Tour. Las acciones de los personajes agitar la cuchara para que no se pegue la clara, cascar el huevo, acercar la jarra de vino han sido sorprendidas en un instante y los actores de ellas han quedado inmovilizados, sin comunicación entre sí. Jonathan Brown entiende por ello que Velázquez ha hecho de sus personajes objetos y los ha tratado de igual modo que hace con estos, con distanciamiento y objetividad.

Plaza Mayor de Madrid

La plaza Mayor de Madrid (España) está situada en el centro de la ciudad, a pocos metros de la plaza de la Puerta del Sol y de la plaza de la Villa, y junto a la calle Mayor. Los orígenes de la plaza se remontan al siglo XVI, cuando en la confluencia de los caminos (hoy en día calles) de Toledo y Atocha, a las afueras de la villa medieval, se celebraba en este sitio, conocido como «plaza del Arrabal», el mercado principal de la villa, construyéndose en esta época una primera casa porticada, o lonja, para regular el comercio en la plaza. En 1580, tras haber trasladado la corte a Madrid en 1561, Felipe II encargó el proyecto de remodelación de la plaza a Juan de Herrera, comenzándose el derribo de las «casas de manzanas» de la antigua plaza ese mismo año. La construcción del primer edificio de la nueva plaza, la Casa de la Panadería, comenzaría en 1590 a cargo de Diego Sillero, en el solar de la antigua lonja. En 1617, Felipe III, encargó la finalización de las obras a Juan Gómez de Mora, quién concluirá la plaza en 1619. La plaza Mayor ha sufrido tres grandes incendios en su historia, el primero de ellos en 1631, encargándose el mismo Juan Gómez de Mora de las obras de reconstrucción. El segundo de los incendios ocurrió en 1670 siendo el arquitecto Tomás Román el encargado de la reconstrucción. El último de los incendios, que arrasó un tercio de la plaza, tuvo lugar en 1790, dirigiendo las labores de extinción Sabatini. Se encargó la reconstrucción a Juan de Villanueva, que rebajó la altura del caserío que rodea la plaza de cinco a tres plantas y cerró las esquinas habilitando grandes arcadas para su acceso. Las obras de reconstrucción se prolongarían hasta 1854, continuándolas, tras la muerte de Villanueva, sus discípulos Antonio López Aguado y Custodio Moreno. En 1848, se colocó la estatua ecuestre de Felipe III en el centro de la plaza, obra de Juan de Bolonia y Pietro Tacca que data de 1616. En 1880, se restauró la Casa de la Panadería, encargándose Joaquín María de la Vega del proyecto. En 1921 se reformó el caserío, trabajo a cargo de Oriol. En 1935 se realizó otra reforma, llevada a cabo por Fernando García de Mercadal. Y en los años 60 se acometió una restauración general, que la cerró al tráfico rodado y habilitó un aparcamiento subterráneo bajo la plaza. La última de las actuaciones en la plaza Mayor, llevada a cabo en 1992, consistió en la decoración mural, obra de Carlos Franco, de la Casa de la Panadería, que representa personajes mitológicos como la diosa Cibeles.